miércoles, 15 de julio de 2020

Compás de espera

Mi nuevo portátil y mi ratón gamer con lucecitas
Haciendo una detención temporal y voluntaria en los posts de viajes que acostumbran a llenar en los últimos años estas páginas, hoy retomo mi actividad virtual para reflexionar un poco sobre cosas tan intrascendentes como importantes dentro de su aparente intrascendencia.

Ya, sé que no os lo esperabais, pero estreno portátil desde el que escribo y se hace menester configurar todo lo necesario para que el universo lillusiano vuelva a estar a punto. O sea, esto es una entrada de prueba para ver qué tal va el teclado, el navegador, la publicación, las imágenes y otros recursos asociados a la novedad informática y a la continuidad de este blog.

Y la cosa más intrascendente sobre la que quiero ofrecer hoy mi punto de vista es, sin duda, el confinamiento que hemos vivido todos en mayor o menor medida durante los meses pasados. No es que sea intrascendente por sí misma; lo es porque todos tenemos nuestras experiencias al respecto y la mía posiblemente no sea muy diferente a la de muchas otras personas. Desde ya os digo que esta reclusión forzosa ha supuesto para mí una satisfacción inesperada, un descenso de la ansiedad y el estrés notable y ha repercutido muy positivamente en mi salud física y sobre todo mental.

Durante 2 meses estuve teletrabajando, desarrollando las mismas tareas que en la oficina y ahorrando tiempo y dinero, como casi todos los trabajadores a distancia durante esta pandemia. Y también, como casi todos los teletrabajadores, dediqué más tiempo y concentración a cometidos que en la oficina física se habrían hecho de forma más atropellada y menos concienzuda. O sea, desde un punto objetivo, y teniendo en cuenta que mi labor se realiza en un 99% de forma online a través de ordenador y teléfono, el teletrabajo fueron todo ventajas para ambas partes. 

River echándome una pata con el teletrabajo
Por desgracia, la cultura empresarial española concibe el teletrabajo como un recurso útil pero únicamente de forma puntual y la decisión sobre el lugar donde se ha de desarrollar la jornada laboral suele tomarla unilateralmente el empleador. Sólo en algunos casos la presencia física en el lugar de trabajo supone una motivación extra para los trabajadores, por lo que su actitud e implicación suelen mejorar cuando pueden elegir, en igualdad de condiciones, entre su puesto físico o a distancia. En mi caso no pude elegir y tuve que volver a la oficina a mediados de mayo, añadiendo a mi desempeño laboral el incómodo uso de mascarilla, la no menos incómoda movilidad en transporte público y otras circunstancias negativas que no vienen al caso.

Mientra duró el confinamiento y como no podía ser de otra forma, yo trasladé mi capacidad organizativa intrínseca a mi hogar. Separé lo mejor que pude (y de forma bastante efectiva, la verdad) mi lugar/tiempo de trabajo de mi espacio personal y conseguí teletrabajar de forma equilibrada, pero también bastante intensa. 

Por otro lado, y después de unos inicios titubeantes, conseguí mantener una rutina deportiva regular, alternando entrenamiento de fuerza con una tímida toma de contacto con la práctica del yoga. Tanto el ejercicio como el hecho de no tener obligaciones sociales me generaron un bienestar y tranquilidad que por lo general me cuesta mucho alcanzar. Salvo los primeros días, en los que una contractura en el cuello me dio un poco la lata, dormí bien todas las noches y, sobre todo, descansé muchísimo. Mi cerebro es una coliflor hiperactiva que rara vez desconecta de la realidad y que constantemente está preocupándose por tareas pendientes y posibilidades improbables, algo que me produce una importante dosis de estrés difícil de modular. El confinamiento supuso para mí una reducción casi al 100% de esa ansiedad diaria. 

No soy psicóloga para analizar en profundidad este hecho ni tengo conocimientos suficientes para afirmar que no salir de la zona de confort sea algo positivo o negativo en la situación tan anómala e imprevisible de una pandemia, pero en mi caso eliminar las interacciones sociales físicas supuso una mejora sustancial de mi bienestar emocional. No tengo problemas para socializar y suelo hacerlo con normalidad, pero la ansiedad que me suponen determinadas situaciones con mucha gente, aglomeraciones, ruido o similares hace que en la mayoría de las ocasiones elija actividades menos multitudinarias y más adaptadas a mis necesidades.

Es posible que no todo el mundo entienda lo que acabo de exponer, pero sé a ciencia cierta que hay muchas personas que no sólo lo entienden sino que también sufren a menudo situaciones estresantes que intentan evitar y por lo que son considerados "raros". Así se me considera a mí por lo general cuando digo que preferiría estar confinada y teletrabajando, ya que la mayoría de los mortales estaban deseando volver a salir a la calle, hacer reuniones en bares, fiestas y recuperar las relaciones laborales físicas con sus compañeros. Pero también he descubierto un porcentaje importante de personas de mi entorno que volverían sin duda a confinarse para evitar el acelerado y exigente transcurso de sus vidas diarias. Al respecto es muy revelador este artículo sobre el llamado "Síndrome de la cabaña", publicado hace unas semanas en medio de la desescalada.

Tranquilos que dejo ya de filosofar y volverán pronto a este blog los posts de viajes, sobre todo esas últimas pinceladas del viaje a Granada del año pasado, una ciudad que os recomiendo encarecidamente visitar ahora que las salidas internacionales están más limitadas. Y también os recomiendo el uso de mascarilla, que por muy incómodo que sea siempre será más llevadero que una intubación endotraqueal.

La Lillu enmascarada